Cuando hablamos de la felicidad divina, es común decir que Dios es infinitamente feliz de poder gozar, en perfecta contemplación y amor infinito, de su propia perfección y esencia. Por lo tanto, debemos asumir que el Señor goza perpetuamente de una percepción infinitamente perfecta de sí mismo, como si pudiera contemplar eternamente ante él una imagen exacta y una representación perfecta de lo que Él es. De esta contemplación brota constantemente una energía pura y perfecta, que es de hecho la esencia misma del amor divino, su alegría y satisfacción. El conocimiento de Dios de sí mismo debe necesariamente ser considerado como algo distinto de su propia existencia[1]. La imagen reflejada que podemos tener de nosotros mismos tiene algo de imperfecto. Sin embargo, en el caso de Dios, si Él se contempla a Sí mismo, encontrando en Sí mismo gozo y deleite perfectos, es necesario que Él mismo se convierta en el objeto mismo de Su contemplación. Es necesario que haya en Él una especie de duplicación: Por un lado, está Dios, y por el otro, está la idea de Dios, si es posible llamar “idea” a lo que es puramente espiritual.
Si un hombre pudiera tener una idea absolutamente perfecta de todo lo que sucedió y de todo lo que existía en su mente, y toda esa serie de ideas y ejercicios fuera perfecta en todos los aspectos en cuanto a su orden, grado y circunstancia, aunque sólo fuera por una hora, entonces, a todos los efectos y propósitos, el hombre realmente sería otra vez lo mismo que fue durante la última hora. Y si fuera posible que pudiera tener, como imagen perfectamente reflejada, una visión completa y perfecta de todos sus pensamientos e ideas durante ese período de reflexión, se podría decir que este hombre realmente se habría dividido en ese corto período de tiempo. De hecho, sería doble; sería dos a la vez. Es decir, si un hombre tuviera una perfecta idea reflexiva o contemplativa de cada pensamiento que tuvo en el mismo momento en que tuvo ese pensamiento, y de cada ejercicio de su mente al mismo tiempo que lo ejerció, y así sucesivamente durante una hora entera, entonces la idea que tiene de sí mismo sería él mismo nuevamente.
Cuando hablo de una imagen reflejada de todo lo que sucede en el pensamiento, no me refiero sólo a la autoconciencia. Hay una gran diferencia entre el simple hecho de ser consciente de uno mismo, y el hecho de tener permanentemente delante de uno mismo (¡si eso fuera posible para nosotros, y si fuéramos perfectos!) una imagen viva que refleja perfectamente todo lo que somos y todo lo que pensamos, hasta el punto de poder contemplarnos a nosotros mismos en toda nuestra belleza y en toda la excelencia de nuestra verdadera naturaleza. O bien, la simple conciencia de sí mismo y de lo que sucede en nuestro pensamiento debería ser, de hecho, la capacidad de poder contemplar constantemente todo lo que sucede en nosotros, como si estuviera sucediendo en un espejo reflector.
Por lo tanto, como Dios se entiende a Sí Mismo con perfecta claridad, plenitud y fuerza, y ve Su propia esencia (en la cual no hay distinción entre sustancia y acto, sino que es completamente sustancia y completamente acto), esa idea que Dios tiene de Sí mismo es absolutamente Sí mismo. Esta representación de la naturaleza y esencia divina son la naturaleza y esencia divina mismas. Es, con certeza, que de este modo el pensamiento de Dios sobre su Deidad debe ser generado. Por la presente, otra persona es engendrada. Aquí hay otra persona única, hay otra Potestad Eterna e Infinita y santísima y, sin embargo, el mismo Dios, teniendo la misma naturaleza Divina.
Y esta Persona es la segunda persona en la Trinidad, el Unigénito y Amado Hijo de Dios. Él es la idea eterna, necesaria, perfecta, sustancial y personal que Dios tiene de sí mismo. Que así sea, me parece que la Palabra de Dios lo confirma abundantemente.[2]
Nada me parece que corresponda mejor a la descripción que la Escritura nos da del Hijo de Dios, que existe en forma de Dios, y que es su imagen y expresión perfecta:
“Si nuestro Evangelio aún está velado, está velado para los que perecen; para los incrédulos cuya inteligencia ha sido cegada por el dios de este mundo, para que no vean el esplendor del Evangelio resplandecer en la gloria de Cristo, que es la imagen de Dios” (2 Corintios 4, 3-4). “El cual siendo en forma de Dios” (Filipenses 2:6). “Él es la imagen del Dios invisible” (Colosenses 1:15). “el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de Su persona…” (Hebreos 1:3).
Cristo es llamado el rostro de Dios (Éxodo 33:14). La palabra en el original es “presencia”. Significa rostro, aspecto, forma o apariencia. Ahora qué puede ser denominado tan apropiada y adecuadamente de esta forma con respecto a Dios sino la propia y perfecta idea que Dios tiene de Sí mismo, por medio de la cual Él tiene en cada preciso momento una visión de Su propia esencia. Esta idea es ese “rostro de Dios” que Dios ve de Sí mismo, como el hombre que ve su propia cara en el espejo. Es esta forma o apariencia por la cual Dios se aparece eternamente a Sí mismo. La raíz de la que proviene la palabra original significa mirar o contemplar. Ahora, ¿qué es lo que Dios podría mirar o contemplar de una manera tan eminente como lo haría con Su propia idea o imagen perfecta de Sí mismo, la que Él tiene a la vista? Esto es lo que está eminentemente en la presencia de Dios, y por eso se le llama “el ángel de la presencia de Dios” o “rostro” (Isaías 63:9). Que el Hijo de Dios es la idea eterna y perfecta que Dios tiene de sí mismo es algo que se nos ha revelado expresamente en la Palabra de Dios. Primero, Cristo es llamado “la sabiduría de Dios”. Si en las Escrituras se nos enseña que Cristo es lo mismo que la sabiduría o el conocimiento de Dios, entonces nos enseña que Él es lo mismo que la idea perfecta y eterna de Dios. Ellos son lo mismo, como ya hemos observado, y supongo que nadie lo negará. Pero en verdad se dice que Cristo es la sabiduría de Dios (1 Corintios 1:24, Lucas 11:49 —compárese con Mateo 23:34). Y Cristo habla en Proverbios bajo el nombre de “Sabiduría”, especialmente en el capítulo 8.
La Divinidad es así engendrada por el amor de Dios a una idea de sí mismo; y Él muestra esa idea en una subsistencia o persona distinta; así, procede un acto sumamente puro: surge una energía infinitamente santa y sagrada entre el Padre y el Hijo en el amor mutuo y en el deleite de cada uno, porque su amor y alegría son mutuos. “Yo era su delicia cada día, regocijándome siempre delante de Él” (Proverbios 8:30). Este es el acto eterno y más perfecto y esencial de la naturaleza Divina, en el cual la Divinidad actúa en un grado infinito y de la manera más perfecta posible. La Deidad se convierte en todo acto. La esencia Divina misma fluye y es, por así decirlo, respirada en amor y alegría; de modo que la Divinidad en este acto presenta otra forma de subsistencia. Y de aquí procede la tercera Persona en la Trinidad: El Espíritu Santo, que es la Deidad en acción, porque no hay otro acto sino el acto de la voluntad.
Podemos aprender por la Palabra de Dios que la Divinidad, o la naturaleza y esencia Divina, subsiste en el amor. “El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor” (1 Juan 4:8). En el contexto de este pasaje, considero que se nos insinúa claramente que el Espíritu Santo es ese Amor, conforme a los versículos 12 y 13: “Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros. En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu”. Es el mismo argumento en ambos versículos. En el versículo 12, el apóstol argumenta que, si tenemos amor morando en nosotros, entonces tenemos a Dios morando en nosotros. Y en el versículo 13, Él aclara la fuerza del argumento con esto: que el amor es el Espíritu de Dios. Viendo que tenemos el Espíritu de Dios morando en nosotros, tenemos a Dios morando en nosotros, asumiendo que aceptamos que el Espíritu de Dios es Dios. También es evidente por esto que la morada de Dios en nosotros, y Su amor estando en nosotros (o el amor que Él ha ejercido), son la misma cosa.[3] Esto es igualmente insinuado en el último versículo del capítulo anterior. Allí el apóstol hablaba del amor como un signo seguro de sinceridad y de nuestra aceptación por parte de Dios. Comenzando con el versículo 18, él resume el argumento de esta manera: “en esto sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado”.
La Escritura parece hablar en muchos lugares del amor en los cristianos como si fuera lo mismo que tener el Espíritu de Dios en ellos, o por lo menos lo mismo que el primer y más natural respirar y actuar del Espíritu en el alma. “Por tanto, si hay alguna consolación en Cristo, si algún consuelo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable, si alguna misericordia, completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa” (Filipenses 2:1-2). “…en pureza, en ciencia, en longanimidad, en bondad, en el Espíritu Santo, en amor sincero” (2 Corintios 6:6). “Pero os ruego, hermanos, por nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu” (Romanos 15:30). “…quien también nos ha declarado vuestro amor en el Espíritu” (Colosenses 1:8). “…porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:5). “Porque vosotros, hermanos, a libertad fuisteis llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne, sino servíos por amor los unos a los otros. Porque toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pero si os mordéis y os coméis unos a otros, mirad que también no os consumáis unos a otros. Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne” (Gálatas 5:13-16). El Apóstol argumenta que la libertad cristiana no da paso al cumplimiento de los deseos de la carne al morderse y devorarse unos a otros y cosas similares, porque un principio de amor, que era el cumplimiento de la ley, lo impediría; y en el versículo 16, afirma lo mismo en otras palabras: “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne”.
El tercer y último oficio del Espíritu Santo es consolar y deleitar las almas del pueblo de Dios. “…recibiendo la Palabra en medio de gran tribulación, con gozo del Espíritu Santo” (1 Tesalonicenses 1:6). “…el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Romanos 14: 17). “…andando en el temor del Señor, y se acrecentaban fortalecidas por el Espíritu Santo” (Hechos 9:31). ¿Pero qué tan bien concuerda esto con que el Espíritu Santo es el gozo y el deleite de Dios? “Y los discípulos estaban llenos de gozo y del Espíritu Santo” (Hechos 13:52) —lo que significa, supongo, que se llenaron de gozo espiritual.
Esto está confirmado por el símbolo del Espíritu Santo, a saber, una paloma, que es el emblema del amor o de un amante, y es tan utilizado en la Escritura, y especialmente y con frecuencia en el Cantar de los Cantares, “He aquí que tú eres hermosa, amiga mía; he aquí eres bella; tus ojos son como palomas” (1:15), i. e. “Ojos de amor”; y de nuevo en 4:1 se usan las mismas palabras; y en 5:12, “Sus ojos, como palomas junto a los arroyos de las aguas”, y en 5:2, “amiga mía, paloma mía”; y en 2:14 y 6:9. Creo que esta es la razón por la que la paloma, de entre todas las aves (excepto el gorrión, en el caso particular de la lepra), fue designada para ser ofrecida en sacrificio: por su inocencia, y porque es el emblema del amor, siendo el amor el sacrificio más aceptable para Dios. Fue bajo esta similitud que el Espíritu Santo descendió del Padre sobre Cristo en su bautismo, significando el infinito amor del Padre hacia el Hijo que es el verdadero David, o amado, como dijimos antes.
El mismo significado tenía la aparición del Espíritu Santo descendiendo en forma de paloma del Padre al Hijo, como la voz de Dios al mismo tiempo, es decir, “Este es mi Hijo amado en quien tengo complacencia”.
(Que el amor de Dios o su amorosa bondad es el mismo que el Espíritu Santo parece ser aclarado por el Salmo 36:7-9, “¡Cuán preciosa, oh Dios, es tu misericordia! Por eso los hijos de los hombres se amparan bajo la sombra de tus alas; serán completamente saciados [“regados” en hebreo] de la grosura de tu casa, y tú los abrevarás del torrente de tus delicias. Porque contigo está el manantial de la vida; en tu luz veremos la luz”.
Sin duda, esa preciosa misericordia, y esa grosura de la casa de Dios, y el torrente de sus delicias, y el agua del manantial de la vida, y la luz de Dios de la que se habla aquí, son la misma cosa. Por esto aprendemos que la bondad amorosa de Dios es el aceite de la Santa unción que se guardaba en la Casa de Dios, que era un tipo de Espíritu Santo que representaba el amor de Dios, y que el “Río de agua de vida” del que se habla en el capítulo 22 del Apocalipsis, que sale del trono de Dios y del Cordero, es lo mismo que la visión de Ezequiel del agua viva y vivificante, que en el Salmo 36 se llama “Manantial de la vida” y “Torrente de las delicias de Dios”.
Pero Cristo mismo nos enseña expresamente que las “fuentes que saltan para vida eterna” y los “ríos de agua viva” significan el Espíritu Santo.[4] (Juan 4:14; 7:38-39). Que el “torrente de las delicias de Dios” significa aquí lo mismo que el puro “río de agua de vida” del que se habla en Apocalipsis 22:1, se confirmará mucho si comparamos esos versículos con Apocalipsis 21:23-24; 22:1-5 [véanse las notas de los capítulos 21, 23 y 24]. Creo que, si contrastamos estos lugares y los sopesamos, sin lugar a dudas podemos decir que es la misma felicidad que se quiere decir en el Salmo 36:8-9).
Así, este pozo concuerda con las similitudes y metáforas que se usan sobre el Espíritu Santo en la Escritura, como el agua, el fuego, el aliento, el viento, el aceite, el vino, un manantial, un río, un ser derramado y vertido, y un ser exhalado. ¿Puede haber algún pensamiento espiritual, o puede haber algo perteneciente a algún ser espiritual con el que tales metáforas estén tan naturalmente de acuerdo, como el afecto de un Espíritu? Se puede decir que el afecto, el amor o la alegría fluyen como el agua, o que se respiran como el aliento o el viento. Pero no sonaría tan bien decir que una idea o juicio fluye o se exhala.
No es diferente decir del afecto que es cálido, o comparar el amor con el fuego; pero no parece natural decir lo mismo de la percepción o la razón.[5] Parece natural decir que el alma se derrama en afecto, o que el amor o el deleite se vierten al exterior: “…el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones” (Romanos 5:5), pero no se ajusta a nada más que pertenezca a un ser espiritual.
Este es ese “río limpio de agua de vida” del que se habla en el capítulo 22 del Apocalipsis, que procede del trono del Padre y del Hijo, pues los “ríos de agua viva” o “agua de vida” son el Espíritu Santo, según la interpretación del mismo apóstol (Juan 7:38-39); y siendo el Espíritu Santo el infinito deleite y placer de Dios, el río se llama “el torrente de las delicias de Dios” (Salmo 36:8), no “las delicias del río de Dios”, que supongo que significa lo mismo que “la grosura de la Casa de Dios”, con la que serán regados los que confían en Dios, y presumo que tiene el mismo significado que tipifica el “aceite”.
Es una confirmación de que el Espíritu Santo es el amor y el deleite de Dios, porque la comunión de los santos con Dios consiste en su participación en el Espíritu Santo. La comunión de los santos es doble: es su comunión con Dios, y es la comunión entre ellos: “para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1:3). La comunión es una participación común del bien, ya sea de excelencia o de felicidad, de modo que cuando se dice que los santos tienen comunión o comunidad con el Padre y con el Hijo, significa que participan con el Padre y el Hijo de su bien, que es cualquiera de los dos:
(1) Su excelencia y gloria:
“…llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4).
“…para que participemos de su santidad” (Hebreos 12:10).
“La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí” (Juan 17:22-23).
O
(2) De su alegría y felicidad:
“…para que tengan mi gozo cumplido en sí mismos” (Juan 17:13).
Pero el Espíritu Santo, siendo el amor y la alegría de Dios, es su belleza y felicidad. Y, por lo tanto, nuestra comunión con Dios consiste en que participemos del mismo Espíritu Santo: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros. Amén” (2 Corintios 13:14). No son beneficios diferentes, sino los mismos que el Apóstol desea aquí, es decir, el Espíritu Santo: al participar del Espíritu Santo, poseemos y disfrutamos el amor y la gracia del Padre y del Hijo, porque el Espíritu Santo es ese amor y esa gracia. Y, por lo tanto, supongo que esto es lo que significa 1 Juan 1:3 mencionado anteriormente. Se dice que tenemos compañerismo con el Hijo y no con el Espíritu Santo, porque ese compañerismo consiste en nuestro compañerismo con el Padre y el Hijo, incluso en la participación con ellos del Espíritu Santo.
Nuestra comunión con el Hijo también consiste eminentemente en esto: que bebamos del mismo Espíritu. Esta es la excelencia común y la alegría y felicidad en la que todos están unidos. Es el vínculo de perfección por el que ellos están unidos en el Padre y el Hijo, así como el Padre está en el Hijo.
No se me ocurre ningún otro buen argumento que se pueda dar sobre el deseo de gracia y paz del apóstol Pablo por parte de Dios Padre y el Señor Jesucristo en el comienzo de sus epístolas, sin mencionar nunca al Espíritu Santo —como encontramos trece veces en sus saludos en el comienzo de sus Epístolas— a menos que el Espíritu Santo sea Él mismo el amor y la gracia de Dios Padre y el Señor Jesucristo. Y en su bendición al final de su segunda epístola a los Corintios, donde se mencionan las tres Personas, desea la gracia y el amor del Hijo y del Padre en la comunión, o en la participación, del Espíritu Santo —la bendición es del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Pero la bendición del Espíritu Santo es Él mismo: la comunicación de Él mismo. Cristo promete que Él y el Padre amarán a los creyentes (Juan 14:21-23), pero ninguna mención se hace del Espíritu Santo; y el amor de Cristo y el amor del Padre son a menudo claramente mencionados, pero nunca ninguna mención del amor del Espíritu Santo.
(Supongo que esta es la razón por la que nunca tenemos ningún relato de que el Espíritu Santo ame al Padre o al Hijo, o de que el Hijo o el Padre amen al Espíritu Santo, o de que el Espíritu Santo ame a los santos, aunque estas cosas se predican tan a menudo de las otras dos Personas.)
Y supongo que esta es la bendita Trinidad de la que leemos en las Sagradas Escrituras. El Padre es la Deidad que subsiste de la manera primordial, no originada y más absoluta, es decir, la Deidad en su existencia directa. El Hijo es la Deidad engendrada por el entendimiento de Dios, o por la tenencia de una idea de sí mismo y subsistiendo en esa idea.[6] El Espíritu Santo es la Deidad que subsiste en acción, o la Esencia Divina que fluye y se exhala en el Infinito Amor de Dios hacia sí mismo y su deleite en sí mismo. Y creo que toda la Esencia Divina subsiste verdadera y distintamente tanto en la idea Divina, como en el amor Divino, y que cada una de ellas son Personas propiamente distintas.
Es una máxima entre los teólogos que todo lo que está en Dios es Dios, lo cual debe ser entendido como atributos reales y no como meras modalidades. Si un hombre me dijera que la inmutabilidad de Dios es Dios, o que la omnipresencia de Dios y la autoridad de Dios es Dios, no podría pensar en ningún significado racional de lo que dijo. No me parece apropiado decir que el ser de Dios sin cambio es Dios, o que el ser de Dios en todas partes es Dios, o que Dios ejerciendo el derecho de gobernar justamente a sus criaturas, es Dios.
Pero si esto significa que los verdaderos atributos de Dios, es decir, su comprensión y su amor, son Dios, entonces lo que hemos dicho puede explicar en cierta medida cómo es esto, ya que la Deidad subsiste en ellos distintamente; por lo tanto, son distintas Personas Divinas.
Una de las principales objeciones que puedo pensar en contra de lo que ha sido supuesto es concerniente a la Personalidad del Espíritu Santo: este esquema de cosas no parece ser lo suficientemente consistente con el hecho de que una persona es aquella que tiene entendimiento y voluntad. Si los Tres en la Divinidad son Personas, sin duda, cada una de ellas, tiene entendimiento, pero este esquema hace que el entendimiento sea una persona distinta, y hace que el amor sea otra. ¿Cómo, entonces, puede este amor tener entendimiento? (Aquí, observaría que los teólogos no han estado acostumbrados a suponer que estas personas tienen tres formas distintivas de entendimiento, sino más bien uno y un mismo entendimiento).
Para aclarar este asunto, considérese que todo el oficio divino debe subsistir verdadera y adecuadamente en cada uno de estos tres —Dios y su entendimiento y Su amor— y que hay una unión tan maravillosa entre ellos que son, de manera inefable e inconcebible, Uno-en-el-Otro; de modo que Uno tiene al Otro, y tienen comunión el Uno con el Otro, y son, por así decirlo, predecibles[7] el Uno-por-el-Otro. Como Cristo dijo de sí mismo y del Padre “Yo estoy en el Padre y el Padre está en Mí”, así puede decirse de todas las Personas de la Trinidad: el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre, el Espíritu Santo está en el Padre, y el Padre en el Espíritu Santo, el Espíritu Santo está en el Hijo, y el Hijo en el Espíritu Santo. Y así el Padre entiende porque el Hijo que es el entendimiento Divino está en Él; el Padre ama porque el Espíritu Santo está en Él; el Hijo ama porque el Espíritu Santo está en Él y procede de Él; el Espíritu Santo —la Esencia Divina— es Divino, pero Él entiende porque el Hijo —la Idea Divina— está en Él.
El entendimiento puede ser predecido[8] por este amor porque es el amor que nace del entendimiento, tanto objetiva como subjetivamente. Dios ama el entendimiento y ese entendimiento también fluye en amor, de modo que el entendimiento Divino está en la Deidad que subsiste en amor. No es un amor ciego. Incluso en las criaturas, hay una conciencia incluida en la naturaleza misma de la voluntad o acto del alma. Y aunque quizás no sea tal que se pueda decir apropiadamente que es una voluntad que ve o que no exige, sin embargo, se puede decir verdadera y apropiadamente que es tal en Dios. Esto se debe a la manera infinitamente más perfecta de actuar de Dios, de modo que toda la Esencia Divina fluye y subsiste en este acto, y porque el Hijo está en el Espíritu Santo. Esto es cierto, aunque [el amor] no proceda de Él, porque el entendimiento debe ser considerado como anterior en el orden de la naturaleza a la voluntad, o al amor, o al acto, tanto en las criaturas como en el Creador. El entendimiento es tal en el Espíritu que se puede decir que el Espíritu sabe, así como se dice verdadera y perfectamente que el Espíritu de Dios conoce y escudriña todas las cosas, incluso las cosas profundas de Dios.[9]
(Los Tres son Personas, ya que todos tienen entendimiento y voluntad. Hay entendimiento y voluntad en el Padre, porque el Hijo y el Espíritu Santo están en Él y proceden de Él. Hay entendimiento y voluntad en el Hijo, porque Él es el entendimiento y porque el Espíritu Santo está en Él y procede de Él. Hay entendimiento y voluntad en el Espíritu Santo, porque Él es la voluntad divina y porque el Hijo está en Él. Tampoco debe considerarse como algo extraño e irrazonable que se diga que las Personas tienen entendimiento o amor por el hecho de que otra persona esté en ellas, porque tenemos base bíblica para concluir que el Padre tiene sabiduría y entendimiento o razón por el hecho de que el Hijo está en Él; porque estamos allí informados de que Él es la sabiduría, la razón y la verdad de Dios, y por lo tanto Dios es sabio por su propia sabiduría que está en Él. El entendimiento y la sabiduría están en el Padre como el Hijo está en Él y procede de Él. El entendimiento está en el Espíritu Santo porque el Hijo está en Él, no como procediendo de Él, sino como fluyendo en Él).[10]
Pero no pretendo explicar completamente cómo son estas cosas, y soy sensible a otras cien objeciones que se puedan hacer, y a dudas y preguntas desconcertantes que no puedo resolver. Estoy lejos de pretender explicar la Trinidad para que deje de ser un misterio. Creo que sigue siendo el más alto y profundo de todos los misterios divinos, a pesar de todo lo que he dicho o concebido sobre él. No pretendo explicar la Trinidad. Pero la Escritura, con razón, puede llevar a decir algo más que lo que hemos acostumbrado a decir de ella, aunque quedan muchas cosas que son incomprensibles.
Me parece que lo que he supuesto aquí con respecto a la Trinidad es sumamente análogo al esquema del Evangelio, y agradable al tenor de todo el Nuevo Testamento, y abundantemente ilustrativo con respecto a las doctrinas del Evangelio. Eso podría ser particularmente demostrado, si no alargara excesivamente este discurso.
Ahora sólo observaré brevemente que muchas cosas que han sido habitualmente dichas por los teólogos ortodoxos sobre la Trinidad son aquí ilustradas:
Son iguales en honor: además del honor que es común a todos ellos, es decir, que todos son Dios, cada uno tiene su honor peculiar en la sociedad o familia. Son iguales no sólo en esencia, sino que el honor del Padre es que Él es, por así decirlo, el Autor de la sabiduría perfecta e infinita. El honor del Hijo es que Él es esa Sabiduría Perfecta y Divina en sí mismo, la excelencia de la cual surge el honor de ser el Autor o Generador de la misma. El honor del Padre y del Hijo es que son infinitamente excelentes, o que esa excelencia infinita procede de ellos; pero el honor del Espíritu Santo es igual, pues Él es esa Excelencia y Belleza Divina misma.
El honor del Padre y del Hijo es que son infinitamente santos, y son la fuente de la santidad; pero el honor del Espíritu Santo es que Él es la santidad misma. El honor del Padre y del Hijo es que son infinitamente felices y son el origen y la fuente de la felicidad; y el honor del Espíritu Santo es igual, porque Él es la felicidad y el gozo infinitos en sí mismo.
El honor del Padre es que Él es la fuente de la Deidad, porque es Él de quien procede tanto la Sabiduría Divina, como la Excelencia y la Felicidad. El honor del Hijo es igual, porque Él mismo es la Sabiduría Divina, y es Él de Quien procede la Excelencia y la Felicidad Divinas. Y el honor del Espíritu Santo es igual, porque Él es la hermosura y la felicidad de las otras personas.
Por esto también podemos comprender plenamente la igualdad de la participación de cada Persona en la obra de la Redención, y la igualdad de la participación de los Redimidos en ellos, y la dependencia de ellos, y la igualdad y el honor y la alabanza debida a cada uno de ellos. La gloria pertenece al Padre y al Hijo por haber amado tanto al mundo: al Padre por haber amado tanto que dio a su Hijo Unigénito: al Hijo por haber amado tanto al mundo que se entregó a sí mismo.
Pero hay igual gloria debida al Espíritu Santo, porque Él es el amor del Padre y del Hijo al mundo. Así como las dos primeras Personas se glorifican a sí mismas mostrando la asombrosa grandeza de su amor y gracia, también se glorifica ese maravilloso amor y gracia que es el Espíritu Santo. Muestra la infinita dignidad y excelencia del Padre que el Hijo, con su precioso y venerado honor y gloria, se rebajó infinitamente en lugar de permitir que la salvación de los hombres dañara ese honor y gloria.[11]
Demostró la infinita excelencia y valor del Hijo, que el Padre se deleitó tanto en él que por su bien estaba dispuesto a dejar Su ira y a recibir en su favor a aquellos que hubieran recibido infinitamente el mal en Sus manos. Y lo que se hizo muestra cuán grande es la excelencia y el valor del Espíritu Santo, que es ese deleite que el Padre y el Hijo tienen el uno en el otro: muestra que es Infinito. El valor de la cosa que se deleita es tan grande para cualquiera de las Personas como el valor de ese deleite y alegría que esa Persona tiene en sí misma.
Nuestra dependencia depende por igual de cada uno en este oficio. El Padre nombra y provee al Redentor, y el Padre mismo acepta el precio y concede la cosa comprada; el Hijo es el Redentor ofreciéndose a Sí mismo, y Él es el precio; y el Espíritu Santo nos comunica inmediatamente la cosa comprada comunicándose a Sí mismo a nosotros, porque Él es la cosa comprada. La suma de todo lo que Cristo compró para los hombres fue el Espíritu Santo: “…hecho por nosotros maldición… a fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu” (Gálatas 3:13-14).
Lo que Cristo compró para nosotros fue que tengamos comunión con Dios, que es Su bien, el cual consiste en participar del Espíritu Santo. Como hemos demostrado, toda la bendición de los redimidos consiste en su participación de la plenitud de Cristo, la cual significa participar del Espíritu que no les es dado por medida[12]: el aceite que es derramado sobre la cabeza de la Iglesia corre hacia los miembros de su cuerpo y hacia las faldas de su vestimenta (Salmo 133:2). Cristo nos compró para que tuviéramos el favor de Dios y pudiéramos disfrutar de su amor; pero este amor es el Espíritu Santo.
Cristo nos compró una verdadera excelencia espiritual, gracia y santidad, la suma de lo cual es el amor a Dios, que no es más que el Espíritu Santo habitando en el corazón. Cristo compró para nosotros la alegría y el consuelo espiritual, que es una participación de la alegría y la felicidad de Dios; y esa alegría y felicidad es el Espíritu Santo, como hemos demostrado. El Espíritu Santo es la suma de todas las cosas buenas. Las cosas buenas y el Espíritu Santo son expresiones sinónimas en la Escritura: “Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo (buenas cosas) a los que se lo pidan” (Mateo 7:11; Lucas 11:13). La suma de todos los bienes espirituales que los finitos tienen en este mundo, es esa fuente de agua viva dentro de ellos de la que leemos en Juan 4:10, y esos ríos de agua viva que corren en su interior que leemos en Juan 7:38-39; y en ese pasaje se nos dice que esos ríos significan el Espíritu Santo. Y la suma de toda la felicidad en el otro mundo es ese “río de agua de vida” que sale del trono de Dios y del Cordero, del que leemos en Apocalipsis 22:1, es el “torrente de las delicias de Dios”; y también es el Espíritu Santo. Y, por lo tanto, la suma de la invitación del Evangelio es venir y tomar el agua de vida (versículo 17).
El Espíritu Santo es la posesión comprada y la herencia de los santos, como queda de manifiesto porque se dice que lo poco que los santos tienen en este mundo es la garantía de esa herencia comprada (Efesios 1:14). Es una garantía de que tendremos la plenitud del más allá (2 Corintios 1:22; 5:5). El Espíritu Santo es el gran tema de todas las promesas del Evangelio, y por lo tanto se le llama el Espíritu de la Promesa (Efesios 1:13). Éste es llamado la Promesa del Padre en Lucas 24:49 y en otros lugares. (Si el Espíritu Santo comprende todas las cosas buenas prometidas en el Evangelio, podemos ver fácilmente la fuerza del argumento del Apóstol: “Esto solo quiero saber de vosotros: ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír con fe?” Gálatas 3:2). Es así que es de Dios de Quien nuestro bien es adquirido y es Dios quien lo compra y es Dios también la cosa comprada.
Así, todas nuestras cosas buenas son de Dios, y por Dios, y en Dios, como leemos en Romanos 11:36: “Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas (o por medio de Él como eis es traducido en 1 Corintios 8:6) A él sea la gloria por los siglos”. Todo nuestro bien es de Dios Padre; todo es por Dios Hijo; y todo se encuentra en el Espíritu Santo, ya que Él mismo es todo nuestro bien. Dios es la porción y la herencia comprada de su pueblo. Por lo tanto, Dios es el Alfa y la Omega en este asunto de la redención.
Si suponemos no más que de lo que acostumbramos acerca del Espíritu Santo, la preocupación del Espíritu Santo en la obra de la redención no es igual a la del Padre y el Hijo. Tampoco hay una parte igual de la gloria de esta obra que le pertenece a Él si solo se limita a aplicarnos o a darnos inmediatamente la bendición comprada, después de haber sido adquirida, como un subordinado a las otras dos Personas. Esto es sólo una pequeña cosa [comparada] con la compra de la misma mediante el pago de un precio Infinito, al ofrecerse Cristo en sacrificio para obtenerla; y es sólo una pequeña cosa para Dios Padre dar a su infinitamente querido Hijo para que sea un sacrificio para nosotros, y sobre Su compra proporcionarnos todas las bendiciones de Su compra.
Pero según este esquema que he expuesto, hay una igualdad. Ser el amor de Dios al mundo es tanto como lo que el Padre y el Hijo hacen a partir de su amor al mundo, y ser la cosa comprada es tan valioso como ser el precio pagado por ella. El precio y la cosa comprada a ese precio son iguales. Y eso es tanto como estar en condiciones de pagar la cosa comprada, porque la gloria que pertenece a Aquel que paga la cosa comprada surge del valor de la cosa que Él compra y, en consecuencia, es la misma gloria. La gloria de la cosa misma es su propio valor y es también la gloria de Aquel que pagó por ella.
Hay dos imágenes más eminentes y notables de la Trinidad entre las criaturas. La primera imagen se encuentra en la creación espiritual: el alma del hombre. Hay en el hombre la mente, y su entendimiento o idea, y el espíritu de la mente (como se llama en la Escritura[13]), es decir, la disposición, la voluntad o el afecto. La otra imagen se encuentra en la creación visible: el Sol. El Padre es como la sustancia del Sol. (Por sustancia no quiero decir en un sentido filosófico, sino el Sol en cuanto a su constitución interna). El Hijo es como el brillo y la gloria del disco del Sol, o esa forma brillante y gloriosa bajo la cual aparece a nuestros ojos. El Espíritu Santo es la acción del Sol, que está dentro del Sol en su calor interior, y al ser esparcido, ilumina, calienta, anima y conforta al mundo. El Espíritu, por ser el Amor Infinito de Dios hacia Sí mismo y la felicidad en Sí mismo, es como el calor interno del Sol; pero por ser aquello por lo que Dios se comunica a Sí mismo, es también como la emanación de la acción del sol, o los rayos emitidos del sol.
Los diversos tipos de rayos del sol, y sus hermosos colores, representan bien al Espíritu. Representan bien el amor y la gracia de Dios, y fueron utilizados para este propósito en el arco iris después del diluvio, y supongo que también en ese arco iris que fue visto alrededor del trono por Ezequiel (Ezequiel 1:28; Apocalipsis 4:3), y alrededor de la cabeza de Cristo por Juan (Apocalipsis 10:1), o la amable excelencia de Dios y las varias hermosas gracias y virtudes del Espíritu. Encontramos que estos hermosos colores de los rayos del sol son utilizados en la Escritura para este propósito: representar las gracias del Espíritu, como se señala en el siguiente pasaje: “Bien que fuisteis echados entre los tiestos, Seréis como alas de paloma cubiertas de plata, Y sus plumas con amarillez de oro” (Salmo 68:13), es decir, como la luz reflejada en varios colores hermosos de las plumas de una paloma, cuyos colores representan las gracias de la Paloma Celestial.
Supongo que lo mismo está significado por los varios colores hermosos reflejados en las piedras preciosas del pectoral, y que estos ornamentos espirituales de la Iglesia son los que están representados por los varios colores de los cimientos y puertas de la Nueva Jerusalén (Apocalipsis 21; Isaías 54:11, etc.), y por las piedras del Templo (1 Crónicas 29: 2). Y creo que la variedad que hay en los rayos del Sol y en sus hermosos colores fue diseñada por el Creador para este mismo propósito; y de hecho que toda la creación visible, que no es más que la sombra del ser, está tan hecha y ordenada por Dios como para tipificar y representar las cosas espirituales, por lo que podría dar muchas razones. (No propongo esto como una mera hipótesis, sino como una parte de la verdad divina suficientemente y plenamente comprobada por la revelación que Dios ha hecho en las Sagradas Escrituras).
Soy sensible a la clase de objeciones que muchos estarán dispuestos a hacer contra lo que se ha dicho, y a las dificultades que se encontrarán inmediatamente: ¿Cómo puede ser esto? ¡Y cómo puede ser aquello!
Estoy lejos de enfrentar esto como una explicación cualquiera a este misterio –que se despliega y renueva– y su enigma y su incomprensibilidad. Sin embargo, porque soy sensible a todo lo que se ha dicho, es que algunas dificultades disminuyen y otras nuevas aparecen y se aumenta el número de esas cosas que parecen misteriosas, maravillosas e incomprensibles. Ofrezco esta explicación sólo como una manifestación más de la verdad divina que la Palabra de Dios exhibe a la vista de nuestras mentes referente a este gran misterio.
Pienso que la Palabra de Dios nos enseña muchas más cosas relativas a este misterio a las que debemos creer, más de lo que generalmente se ha creído, y que ellas muestran muchas cosas concernientes a la excesiva gloria y maravilla de la que se haya tomado consideración, y sin duda, éstas revelan o muestran muchos más maravillosos misterios de los que se haya tomado nota; cuyos misterios han sido sobrevalorados y son cosas incomprensibles y aun así han sido mostrados en la Palabra de Dios. Ellas son una adición al número de misterios que están contenidos en él. No es de extrañar que cuantas más cosas se nos dicen sobre lo que está tan infinitamente por encima de nuestro alcance, mayor es el aumento de los misterios visibles.
Cuando le decimos a un niño un poco sobre Dios, no tiene en cuenta la centésima parte de lo que se dice sobre Dios en una Facultad de Teología: de los muchos misterios sobre la naturaleza y los atributos de Dios, y de sus obras de creación, y de la Providencia. Sin embargo, el niño sabe mucho más acerca de Dios, y tiene una comprensión mucho más clara de las cosas de la Divinidad, y es capaz de explicar más claramente algunas cosas que antes eran oscuras y muy ininteligibles para él. Humildemente comprendo que las cosas que han sido observadas aumentan el número de misterios visibles de la divinidad, porque a través de ellas percibimos que Dios nos ha dicho mucho sobre esto, más de lo que generalmente hemos visto.
Bajo el Antiguo Testamento, a la Iglesia de Dios no se le dijo tanto sobre la Trinidad como se le dice ahora. Pero lo que el Nuevo Testamento ha revelado, aunque ha abierto más a nuestra vista la naturaleza de Dios, también ha aumentado el número de misterios visibles; y así, nos parecen sumamente maravillosos e incomprensibles. Y así también ha sucedido en la Iglesia, que se les habla más de la encarnación y la satisfacción de Cristo, y de otras doctrinas evangélicas, que de la Deidad.
Es así no sólo en las cosas divinas, sino también en las naturales. Quien mira una planta, o las partes de los cuerpos de los animales, o cualquier otra obra de la naturaleza, haciéndolo a una gran distancia donde sólo tiene una visión oscura de ella, puede ver algo que es maravilloso y que está más allá de su comprensión; pero quien está cerca de ella, y la ve de cerca, entiende más sobre ella. Tiene una visión más clara y distintiva de ellas; y, sin embargo, el número de cosas que son maravillosas y misteriosas que ha descubierto son mucho más de lo que veía antes. Y si las ve con un microscopio, el número de las maravillas que ve se incrementará aún más, y el microscopio le da un conocimiento más verdadero sobre ellas.
Nunca se dice que Dios ama al Espíritu Santo, ni se le da ningún epíteto que indique amor en ningún lugar. Aunque muchos se atribuyen al Hijo, como el Elegido de Dios, el Amado, Aquel en quien el alma de Dios se deleita, Aquel en quien se complace, etc. Sí, tales epítetos parecen ser atribuidos al Hijo como si fuera el objeto de amor exclusivo de todas las demás personas, como si no hubiera ninguna persona que compartiera el amor del Padre con el Hijo. A este propósito, evidentemente, se le llama el Hijo Unigénito de Dios, al mismo tiempo que se añade: “En quien se complace”. No hay nada en las Escrituras que hable de cualquier aceptación del Espíritu Santo, o cualquier recompensa, o cualquier amistad mutua entre el Espíritu Santo y cualquiera de las otras Personas; ni hay ningún mandato de amar al Espíritu Santo, o de deleitarse o tener alguna complacencia en el Espíritu Santo, aunque tales mandatos son tan frecuentes con respecto a las otras Personas.
Ese conocimiento o entendimiento en Dios que debemos concebir como primero, es Su conocimiento de todo lo posible. Ese amor que debe ser este conocimiento es lo que debemos concebir como perteneciente a la esencia de la Deidad en su primera subsistencia. Luego viene un acto reflejo de conocimiento, viéndose a Sí mismo y conociéndose a Sí mismo, y así conociendo su propio conocimiento, y así el Hijo es engendrado. Existe en Dios el conocimiento del conocimiento, una idea de una idea, que no puede ser otra cosa que la idea o el conocimiento repetido.
El mundo fue hecho especialmente para el Hijo de Dios. Porque Dios hizo el mundo para Sí mismo por amor a Sí mismo; pero Dios se ama a Sí mismo sólo en un acto reflejo. Se ve a Sí mismo, y por eso se ama a Sí mismo, y por eso hace el mundo para Sí mismo, visto y reflejado. Lo mismo con Él mismo repetido o engendrado en su propia idea —y ese es Su Hijo. Cuando Dios considera hacer algo para Sí mismo, se presenta ante Sí mismo, y se ve a Sí mismo como su fin, y esa visión de Sí mismo es lo mismo que reflexionar sobre Sí mismo, o tener una idea de Sí mismo. Y así, hacer el mundo para la Divinidad, así visto y entendido, es hacer el mundo para la Divinidad engendrada; y eso es hacer el mundo para el Hijo de Dios.
El amor de Dios como fluye ad extra[14] está totalmente determinado y dirigido por la Sabiduría Divina, de modo que sólo aquellos que la Sabiduría Divina elige son sus objetos; así, la creación del mundo es para gratificar el Amor Divino como ese amor es ejercido por la Sabiduría Divina. Pero Cristo es la Sabiduría Divina, de modo que el mundo está hecho para gratificar el Amor Divino como lo ejerce Cristo, o para gratificar el amor que está en el corazón de Cristo, o para proveer una Esposa para Cristo. Las criaturas que la Sabiduría Divina elige como objetos del Amor Divino son los elegidos de Dios que constituyen la Novia de Cristo. Son las criaturas elegidas de Dios, reunidas por la Sabiduría Divina con exclusión de todas las demás criaturas.
1 Esto puede tener sentido filosófico, psicológico y quizás incluso lógico, pero sugiere que la “Idea” de Dios está separada de Dios, como si el Hijo no fuera uno con el Padre, ni tangible, ni con poder e imbuido de la voluntad del Padre, ni actuando como el Padre en nombre del Padre. Aunque Edwards aborda más tarde estos temas, no supera completamente esta inconsistencia; tal vez por eso nunca se publicó.
2 El Padre no es engendrado ni procede de nadie; el Hijo es eternamente engendrado del Padre, y el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo. (Confesión de Fe de Westminster 2.3). 1 Juan 5:7; Mateo 3:16,17 y 28:19; 2 Corintios 13:14; Juan 1:14-18; Juan 15:26; Gálatas 4:6.
3 O puede ser que el hecho de que Dios habite en nosotros se evidencie y exprese por nuestra actuación del amor de Dios, en lugar de que el amor de Dios y Dios sean la “misma cosa”. Es decir, el Principio de Amor no es lo mismo que el Principal de Amor.
4 Debemos ser cautelosos con lo que Edwards dice aquí. El signo o símbolo, y la cosa significada o simbolizada, no son lo mismo, y no deben ser igualados. El rastro o estela de algo no puede ser igualado a lo que los hizo. Esto es de lo que surge la idolatría, y a lo que a menudo conduce el misticismo. Dios es el Creador; no es su creación —eso sería el panteísmo. De la misma manera, el Espíritu Santo es una persona distinta, y no una mera acción o fuerza.
5 Edwards escribió un famoso tratado llamado “Afecciones Religiosas” que trata de la emocionalidad del Avivamiento. Su concepto de afecto es quizás diferente al nuestro hoy en día. Para Edwards, el afecto es una respuesta sentida a un objeto que se produce por la comprensión de la naturaleza del objeto. Donde no hay comprensión de ese objeto, no puede haber afecto, sin importar cuánta emoción pueda estar presente. Sentía que el afecto difiere de la pasión en que el afecto no domina y cautiva la voluntad. La pasión esclaviza la voluntad, pero el afecto es un ejercicio de la voluntad. Quizás con eso en mente, habiendo mirado el afecto del hombre hacia Dios, Edwards ahora considera el afecto de Dios hacia sí mismo. Dios tiene una perfecta comprensión de sí mismo, y así su afecto hacia el Hijo y el Espíritu Santo es un ejercicio de su perfecta voluntad, percepción y comprensión.
6 Aquí también, Edwards implica que el Hijo no es coengendrado eternamente del Padre de la misma sustancia, sino que es un producto del pensamiento posterior del Padre de Sí mismo. Continúa sugiriendo por su definición del Espíritu Santo que el Espíritu Santo no es una persona separada, y luego concluye que lo es. Pero aparentemente lo refuta diciendo que el Espíritu Santo no ama, y es simplemente Amor de Dios en acción. Edwards entiende y rechaza la herejía del modalismo, pero confunde el tema con estas descripciones. Este tratado es obviamente un trabajo en progreso, ya que Edwards se esfuerza por resolver las implicaciones; y por lo tanto creo que no debe tomarse como sus pensamientos finales sobre el asunto de la Trinidad. Sus conclusiones en las páginas posteriores son, sin embargo, profundas y conmovedoras.
7 Cada uno afirma o declara los atributos y cualidades de los otros; su Unidad está condicionada por ello.
8 Es decir, la comprensión es la condición previa necesaria para el amor, como Edwards está a punto de explicar; ver nota 5
9 1 Corintios 2:10
10 Edwards, en este aparte, establece los principios de la Escritura que deben ser abordados, y que parecen ser socavados en parte por lo que ha escrito hasta ahora. Yo creo que, en un borrador posterior, tendría que reelaborar sus conjeturas para que coincidan con esta declaración entre paréntesis. Eso explica la línea inicial del siguiente párrafo y sus comentarios en la página a continuación. Él ve los problemas que ha planteado, y al tratar de explicar las cosas “que suelen decir los teólogos ortodoxos sobre la Trinidad” puede haber creado muchas más preguntas sin respuesta. De hecho, lo ha hecho.
11 En otras palabras, Cristo estaba más dispuesto a vivir una vida perfecta y a sufrir la indignidad de la cruz, que a permitir que los hombres se salvaran de cualquier manera que pudiera dañar el honor y la gloria de Dios. Como dijo John Owen, Cristo amaba al Padre más de lo que detestaba nuestro pecado, y así tomó nuestros pecados sobre sí mismo.
12 Juan 3:34
13 Efesios 4:23
14 En dirección hacia el exterior.
Traducido por: Benjamín A. Figueroa
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